Una Familia Muy Normal - El Malpensante

Leyendo el Malpensante.com me topé con esta bonita historia, una historia de una familia muy normal. En mi casa pasa igual, igual que el que no está tonto... está loco, así que desde hace tiempo los menos weyes procesamos nuestra locura de una manera presuntuosa. Jodidos los que en la pendeja dicen ser normales, no estár locos, pués... esos son los tontos, y al parecer no nos tragan muy bien a los otros, a nosotros, los locos.

Texto de Andrea Palet
Fuente: elmalpensante.com
Me invitaron a una cena con quedarse a alojar. Un sábado por la noche. Los anfitriones eran una pareja de setentaitantos y había otros cuatro invitados. La semana anterior me había llegado una tarjeta en que se me comunicaba, con una graciosa letra de internado de monjas, la invitación formal. Teníamos que ir solos y la velada prometía explícitamente dos cosas: un menú que nos haría chillar de nostalgia, y conversación hasta que el sueño o el espanto nos venciera. Me sentí un poco extraña metiendo mi cepillo de dientes en una mochila y, aunque pensé en llevar la cámara, con los nervios se me quedó encima del velador. Lo otro que metí en la mochila fue una hebra de hilo rojo; pensé que iba a necesitarla.


La excitación empezó a la hora de almuerzo, en casa de unos amigos. Se me ocurrió decir que esa noche iba a comer y dormir donde mis padres junto con mis hermanos, ahora que por fin coincidíamos todos en Santiago. Mis amigos abrieron los ojos como platos: “¡Seguro que tienen algo terrible que contarles!”. Que se iban a separar después de cuarenta años de matrimonio, que mi papá es gay, que teníamos un hermano secreto y cosas por el estilo. Todos ventilaron historias impensadas de las mejores familias –las suyas–, secretos que me dejaron con esa difusa sensación de vértigo que anuncia una revelación demoledora.

Llegó la noche y ya en el aperitivo nos estábamos riendo. Sucede cuando los hermanos pasamos revista a los mitos familiares y, ahora que somos grandes y podemos, nos burlamos de nuestra educación rigurosa, de la Coca-Cola solo los domingos y una para los cinco, de los peinados horrorosos de otra época. Cuando pasamos a la mesa ya había una atmósfera propicia para confesiones; y confesiones hubo, sí señor. Sin que nadie lo dijera, todos sabíamos que allí se iba a recordar, y a recordar hasta que doliera.

Antes nos complacimos reconociendo los platos anticuados pero entrañables que mi madre rescató en vuelo sin escalas desde nuestra infancia. Y con el postre helado de galletas empezó el reality de la memoria. Mi hermana, con su remembranza persistente y sistemática de cada crueldad preadolescente que recibió de mi parte, habló de cuando le dije “a ti nadie te va a querer”, solo para molestarla; o del día, borrado de mí, en que le tiré agua hirviendo y lancé su ropa por la ventana. Otro momento estelar fue cuando el quinto hermano reconoció su odio infantil por el cuarto, algo que nadie sabía hasta entonces. Y se mandó la siguiente declaración: “Nunca estuve seguro de si esto fue un sueño o realmente pasó: ¿de verdad me quemaste la cara con el encendedor del auto cuando estábamos jugando en el Peugeot?”. Carcajada general. Yo pensé en las autoleyendas que durante tanto tiempo me azotaron, como la de que si uno se clavaba una espina ésta comenzaba a avanzar en el torrente sanguíneo y llegaba al corazón para asestarte una estocada mortal. Lo del encendedor no podía ser cierto.

Era cierto. El aludido, desplegando una solemnidad impostada –como de prócer– para hacernos reír, dijo que así había sido, y entre los “¡noooo!” de los demás se instaló la inefable certeza de que, a pesar de haber vivido tantos años juntos, de habernos heredado la ropa y compartido llantos y pelotas, siempre habrá cosas que no sepamos unos de otros: esa sucesión de momentos que cada uno vivió en soledad y que inevitablemente nos marcaron para siempre.

A veces pienso que las disputas entre hermanos nunca sanan del todo; solo adquieren otras formas, sutilísimas. Pero también es increíble cómo uno olvida y perdona cuando se trata de la familia. Mis padres, para disculpar mi comportamiento antisocial, decían: “No le hagan caso. Es que la niña es corta de genio”. Mi timidez o cortedad de genio no era opcional y cada vez que oía la frasecita me quería morir de vergüenza, pero no les guardo ningún rencor. En asunto de perdones no tengo méritos y hace ya tiempo que estamos empatados.

Siguieron las revelaciones, y a los viejos les venían sacudidas de terror retroactivo ante los peligros que les ocultamos sus tiernos hijos, sus niños tan responsables. Víctimas de exhibicionistas en el parque, secuestrados por nanas orates, encañonados en la calle por soldados, el cuarto hermano grave y solo en un hospital europeo, el quinto –de doce años– defendiendo la casa de una patrulla de agentes que intentaban entrar. Las intimidaciones políticas, las juergas temerarias, los tíos demasiado cariñosos, las mezquindades del entorno, las salvadas por milagro: en realidad nos pasaron cosas extraordinarias, pero no más que a cualquier familia, siempre que haya alguien que se tome la molestia de hurgar un poco.

Ya era madrugada y estábamos todos en piyama, medio adormilados, cuando les tocó a los padres contar con detalle esos episodios que ocurrieron a espaldas nuestras y de los cuales solo teníamos indicios vagos y sospechas inventadas. Historias del tiempo de la dictadura, claro, que no voy a contar porque me dan mucha pena. Entre tanto, con la vena nostálgica ya desatada, yo había sacado la hebra roja y le había pedido a mi madre que me volviera a enseñar el juego del hilo sujeto por las muñecas con el que se forman figuras, y también unos trucos de nudos que se deshacen: ¿cómo, si no, los traspasaríamos a nuestros hijos?

A las cuatro de la mañana el cansancio había reducido la frecuencia y el tono de las risas, pero, aunque las cosas que nos dijimos tenían espinas de dolor antiguo, yo miraba y solo veía placidez a mi alrededor, un amor sin ruido pero con sustancia, un espacio de tranquilidad y perdón, de no esperar nada más de lo que somos. Es parte de la felicidad, supongo: haber sobrevivido a esa lucha fratricida que constituye la normalidad en las familias con suerte.

Yo me fui a acostar la primera, y sentí como una recarga última de consuelo cuando mi madre me llevó una frazada extra, “no ve que usted estuvo enferma de los riñones…”. Por la mañana, antes de irse a comprar el pan, supe que ella y el papá nos fueron a mirar cómo dormíamos cada uno de sus cinco pollos.

Así, pues, al final no ocurrió nada digno de docudrama. Lo que hubo ese sábado 20 de julio en un departamento santiaguino fue una celebración familiar, una que pudo haber transcurrido como tantas pero resultó en cambio una velada inolvidable que se estiró hasta el desayuno, después del cual todos nos fuimos en paz. No hubo escenas del tipo familia Von Trapp, todos vestidos con tela de cortina y cantando melodiosamente a la tirolesa, pero, quitándole el tinte meloso a la cosa, la verdad es que formábamos un cuadro bastante esponjoso. Una familia: nada más, nada menos. Una familia muy normal.

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